Una novela que te atrapa como el monte chaqueño

Por el


“Lo que más me costó fue acostumbrarme a la oscuridad. Acá se hace de noche y el mundo desaparece. Y yo no había previsto una cosa así, no había previsto nada en realidad.

Me instalé en la casa después de merodear unas cuantas semanas por la Colonia. Pero a la casa ya la había descubierto mucho antes, cuando todavía vivía yo en Resistencia. Se me daba por salir, no diría de paseo, sino más bien de reconocimiento: subirme a la camioneta, tomar la ruta, meterme en los caminos de tierra marginales, mandarme monte adentro. Y respirar hondo.

Yo le tenía miedo al monte, y no es que se me hubiera pasado ese miedo, pero a medida que fui asentándome también me fui acostumbrándome a la sensación.

Me sorprendí a mí mismo cuando decidí quedarme. Aquella mañana –porque era de mañana- no había cargado nada, me había llevado apenas dos naranjas. Pero estando ahí, medio imbuido de esa calma que traen los ruidos de los insectos, el murmullo de los roedores y de la vegetación, el ruido de todo lo que hay en el monte, estando ahí me pareció que estaba completo, que no me faltaba nada. Cualquier cosa que me hubiera traído de Resistencia como que me jodía los planes, aunque yo no tuviera ningún plan”.

Comparto este fragmento de esta estupenda novela de Mariano Quirós, que nos presenta a su personaje narrador, a quien apodan el Mudo, que no lo es, pero que es definido y apodado así, por su decisión de no volver a hablar, una vez que abandona Resistencia y se interna en el monte, junto al río Tragadero.

Porque si bien no hay plan alguno, allí nos dice que se siente completo. Allí es el monte, al que teme, como tememos siempre a lo desconocido.

Temor y atracción.

El Mudo no parece huir, sino abandonar lo conocido, previsible de una ciudad y su gente, también de la clase de tipo que él es en ese lugar y con esa gente. Su única compañía será la India, una perra de aspecto lamentable, sobreviviente de una pelea con un yacaré.

No hablará más y aprenderá a manejarse con señas para hacerse entender. Llevará un block de notas y allí escribirá lo necesario para pedir lo que necesita para vivir. Y dibujará cuando necesite hacerlo, sin propósito alguno, como una manera de pensar sin palabras.

Una huella de Horacio Quiroga:

Alguna vez Horacio Quiroga le escribió una carta a un amigo uruguayo sobre su experiencia de vida en el monte argentino, primero el chaqueño y luego el misionero. Le decía que descubrió allí que aprendió a despojarse de lo que creía su cultura y todos los valores inculcados por ella, para aprehender a convivir con los misterios y secretos del monte, sin pretender “descubrirlos ni racionalizarlos”, para ser aceptado por ese universo que nunca está en silencio, pero cuyo lenguaje no debemos confundir con nuestros ruidos. Sin embargo, reflexionaba al final de esa carta, que el combate más fiero en el monte no se había librado con sus criaturas, sino con la fiera más letal e irreductible que nos habita en el propio corazón.

Algo de ese halo de Quiroga sobrevoló mi cabeza mientras leía la novela de Mariano. No porque se trate de semejanza alguna entre sus escrituras, sino porque todo se desmadra en la novela a partir de lo que ciertos personajes de La Colonia, el poblado que antecede al monte, dicen y hacen cuando llega hasta allí ese forastero que representa el Mudo.

¿Qué es lo que el monte hace con la gente extraña a él? ¿Qué es lo que la gente extraña hace con el monte? ¿Quiénes son gente extraña?

Esas  preguntas nos vienen bien para recorrer la travesía del Mundo a lo largo de la novela, donde nuestros valores políticamente correctos serán puestos a prueba, porque tal como ya apareció en otros textos de Quirós, la fundación de defensa ecológica es pura fachada, pura apariencia, porque el hastío y la falta de propósitos que infectan la vida contemporánea se expresa en actos violentos, o mejor, de violencia gratuita, como matar monos, por ejemplo, o matar sin querer queriendo a una persona, porque alguien vio lo que no queremos que vea, mientras espiamos la vida ajena.

Pero la novela no se propone ni por asomo juzgar tales conductas, las narra en un vértigo in crescendo de acciones tan precipitadas como sin retorno, que envolverán al Mudo en una espiral de violencia en las que será victimario y víctima, pero sobrevivirá al monte porque no peleará con él, no intentará transformarlo. Ni siquiera defenderlo.

El resto de la gente extraña deambulará en círculos, sin poder salir de él. No podrá soportar las presencias de las ánimas en pena, que caminan para atrás, también trazando círculos. No podrán soportar lo que descubren de sí mismos en el monte.

Una casa junto al Tragadero

Premio novela Tusquets (2017)

“Me agaché, en cambio, y le hice unas caricias a la India, que aprovechó para revolcarse por la tierra. Hizo remolinos y dibujó unos círculos que levantaron una polvareda molesta.

Círculos: Lola y Loco habían hablado la noche anterior de caminar en círculos, en vano, de sus problemas para salir del monte. No es tan malo vivir en el monte, al final es cuestión de costumbre y de tomarse las cosas con calma”.

Habitar el monte como experiencia para sentirse completo, para vivir en y entre lo desconocido hasta formar parte de ese mundo. Nunca lo dirá así el Mudo, pero algo parecido nos sugerirán las acciones con las que nos narra su vida en el monte.

La novela de Mariano Quirós atrapa de entrada y no nos suelta hasta el último aliento que empleamos en leerla. Como ese monte chaqueño que creó para nosotros y que vale la pena descubrirlo leyendo “Una casa junto al Tragadero”.

Francisco ‘Tete’ Romero- Escritor, docente y editor.

 

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