La propiedad privada

Por el


Por Luis Miguel Baronetto

La furibunda y virulenta reacción en defensa de la propiedad privada como si se estuviera ante un demoníaco sacrilegio, en los días de bocinazos, me llegó cuando, favorecido por la cuarentena, estaba en la relectura de la tesis doctoral del teólogo Juan Carlos de Zan sobre la propiedad privada en Santo Tomás de Aquino, considerado por siglos el numen teológico del pensamiento católico.

La tesis que de Zan defendió en 1970 pero no pudo publicar por los avatares políticos que le tocó vivir, salió a la luz en 2012 bajo el título Propiedad Privada: ¿Derecho Natural? – Desde los estoicos a Santo Tomás de Aquino. Y para mayor orientación le añadió un subtítulo: “Lectura latinoamericana de la tradición y de la teología política ‘occidental y cristiana’ sobre el derecho de propiedad”. En las serranías cordobesas, que en algo le ayudaron a sus vapuleados pulmones hasta su partida en febrero de 2015, algo pudo disfrutar de sus búsquedas y reflexiones.

En la exhaustiva y minuciosa investigación sobre los textos de Tomás de Aquino, citados en idioma original, de Zan se propuso recuperar los núcleos del pensamiento: el derecho natural es la destinación universal de los bienes. Lo creado, lo útil y necesario para disfrutar de la vida, pertenece a todos y todas. Y subordinado a esta destinación inclusiva surge la propiedad privada como “derecho de gentes”, que deriva en la necesidad histórica del derecho positivo, para garantizar las tres razones de la convivencia: la eficacia, el orden y la armonía social, en el mejor aprovechamiento de los bienes para todos y todas. Y como histórico, relativo a los diferentes modos de organización social, según los tiempos y lugares.

Estas afirmaciones básicas fueron manipuladas por los filósofos y teólogos llamados “tomistas”, según lo demuestran las investigaciones de de Zan. Y la desvirtuación inicial, acorde a los intereses institucionales eclesiásticos de las distintas épocas, fue considerar la propiedad privada como derecho natural “secundario”. Secundario, ¡pero derecho natural al fin! Es decir, consustancial a la naturaleza humana del propietario individualmente considerado.

A esta antropología liberal, la teología le añadió el carácter individual de la “salvación del alma”, con lo que se relegaba la perspectiva comunitaria y se ponía el acento en la “dignidad” de la persona. Así es como se difundió el derecho a la propiedad privada con “función social”, vigente por muchos años en los manuales de la Doctrina Social de la Iglesia. Concepto que aún goza de fuerte arraigo en la cultura católica y explica en parte el fervor militante de sectores que –más allá de sus razones políticas— sienten fortalecida una legitimación religiosa.

Con esta definición, que en gran parte se revisó con mucho debate en el Concilio Vaticano II (1962-1965), quedó petrificado y absolutizado el derecho a la propiedad privada. El aditamento de la “función social” se lo aseguraba. Y con eso supuestamente también se salvaban aspectos esenciales de la antropología cristiana, que considera a la persona individual y socialmente integrada. ¡Alcanzaba con algunas obras de caridad o con donaciones que aseguraran un lugar en el cielo!

Al contraponer el pensamiento de Tomás de Aquino con las conclusiones de sus supuestos seguidores, el teólogo de Zan destacó el reduccionismo filosófico de los que afirmaban que “el derecho inalienable emana directamente de la dignidad de la persona humana y del ámbito del libre ejercicio de sus facultades de dominio y posesión”. Esta reducción le mutila al ser humano su dimensión social y política, porque al exaltar su “individualidad” le afecta su “búsqueda de la comunión ciudadana”, en términos de Santo Tomás. Aspecto esencial y fuente del derecho de gentes, de donde emana el derecho positivo para el justo ordenamiento de la sociedad. Cuestión a resolver por la política, con la regulación demandada por la “alteridad constitutiva de la justicia”. La Justicia es el Otro.

“Algunas cosas que algunos poseen en sobreabundancia —escribió Tomás de Aquino hace 800 años– por derecho natural deben ser destinadas a la sustentación de los pobres”. Y “compete a la providencia del buen legislador buscar el modo de hacer que las cosas propias se hagan comunes…” (In Polit., II, IV, N°201.)

El eminente teólogo Arturo Paoli, que radicado en Fortín Olmos acompañó a los trabajadores rurales en el mismo norte santafesino donde se extendieron las tierras cedidas a los Vicentin por el dictador Juan Carlos Onganía, se preguntó en 1973, en el prólogo a este libro: “Por qué lugar preciso de la historia ha entrado este dogma intruso de la propiedad privada y por qué caminos ha logrado revestirse de un aura de temor reverencial. […] La ofensa más grave que hemos podido infligir al evangelio y a Aquel que vino a ‘anunciar a los cautivos la libertad… y la liberación de los oprimidos’ (Lc. 4,18) es el de adosarle todos los delitos que se han cometido en los siglos en nombre del seudoderecho de la propiedad privada. Si aquellos que definen todas las protestas y las insurrecciones en defensa de los derechos de los pobres como de inspiración comunista o marxista fueran conscientes del ultraje que hacen al evangelio, quizás no tendrían el atrevimiento y el coraje de proclamarse cruzados de la fe”. “Si el ser cristiano –concluía Paoli— exigiera acto de fe en la propiedad privada y en las formas históricas y jurídicas de la propiedad, debiéramos no ser cristianos para vivir a fondo aquel amor de eficacia y de ayuda, según el cual, según el Evangelio seremos juzgados al fin de nuestra vida” (De Zan, p. 18).

De Zan respondió al interrogante al señalar la manipulación del pensamiento de Tomás de Aquino por parte de los “tomistas”, que dieron legitimación a la “civilización occidental y cristiana”. Y apuntó a los teólogos y católicos del siglo XIX “que adolecen de un encandilamiento neoliberal individualista”, se subyugan “ante una verticalidad eclesial que reserva a la cúspide suprema de la jerarquía las implicancias público-políticas… y terminan por acantonarse en una defensa filosófica de la dignidad de la persona, que políticamente no sólo es insuficiente, sino que, a la postre, acaba por ‘sacralizar’ un sistema social que establece como ‘derecho natural’ lo que toda la tradición y Santo Tomás calificó ‘derecho de gentes’», que se plasma en derecho positivo, según las demandas de los cambios sociales. La decisión política de la comunidad, «el derecho que los pueblos (las gentes) ‘se van dictando’ para un más ordenado y pacífico convivir’”. Y agrega el teólogo: “Las razones que justifican la división de las posesiones deben subordinarse a las exigencias de fondo del derecho natural que prescribe la eficaz ordenación de los bienes para subvenir a la necesidad de todos”. (De Zan, 525).

Elevar la bandera de la propiedad privada al nivel de instituciones fundamentales de la convivencia social es pretender transformarla en inamovible, inmodificable, intocable, irreformable, adquiriendo el nivel de endiosamiento ya simbolizado en la Antigüedad con el becerro de oro, que de todos modos fue tirado abajo. Más movible, mutable, tocable y reformable —al menos en este caso— cuando están cuestionadas judicialmente la legitimidad y la legalidad de algunas posesiones.

¿Qué valor y qué vigencia tiene una reflexión desde esta perspectiva, que por cierto no es la única, ni la más importante? Me parece necesario inscribirla en la batalla cultural ante la cooptación del sentido común que ha desplazado el “buen sentido” de la comunidad humana. Por un lado el culto a la meritocracia, como si existiese algún logro personal resultado del sólo y transparente esfuerzo ‘individual’, abonado también con el sustrato religioso de un cristianismo liberal. Y por otro, el cultivo del bienestar social, de todas y todos, abiertos a la contribución de las múltiples y diversas aptitudes que afloran en los colectivos sociales, que ejercitan la solidaridad, afianzando regulaciones democráticas necesarias no sólo para la eficacia y el ordenamiento sino también la armonía y convivencia de los diferentes. Aquí es donde el Estado ejerce su responsabilidad: tiene la obligación de garantizar el fin último que es la vida y el bienestar de todas y todos, a través de los instrumentos —instituciones y leyes—, que en el ejercicio democrático los gobiernos están facultados y obligados a realizar a favor del bien general.

Fuente: Nacional y Popular

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