El coronavirus y yo

Por el


Foto de portada: Estación de France. Barcelona

Capítulo 6 . Final de la travesía: El regreso, la esperanza y la incertidumbre.

Luego de una larga caminata llegamos a la puerta AB del aeropuerto de Barajas. Regresábamos con una porción de esperanza, en medio de un mundo cargado de incertidumbre y un nuevo virus que irradiaba pesimismos. 

Me sentí abatido cuando alcancé la ventanilla y el empleado de migraciones me indicó que me quitara el barbijo para que pudiera realizar mi reconocimiento facial. Me coloqué frente a la cámara y alimenté con mi retrato el buche de la Big data. Ya era la medianoche cuando atravesamos la puerta por la que 230 argentinos lográbamos regresa o escapar.

Iglesia Santa María del Mar. Barcelona

Pocas horas antes, el ministro de Transporte argentino anunciaba que, desde el día siguiente -martes 17 de marzo- se suspendían todos los vuelos internacionales provenientes de países afectados por el Covid-19, entre los que estaba España. Nuestro vuelo por Air Europa estaba programado para el lunes 16 de marzo a las 23:55, sería el último en partir hacia Argentina. No recuerdo haber protagonizado un milagro, salvo el de haber nacido, pero no tengo memoria de aquel acontecimiento. Supuse que el hecho de haber emitido los pasajes en este vuelo que, por tan solo cinco minutos, era el último autorizado a sobrevolar los mares para devolvernos a casa, era algo que se podría asimilar a un milagro. 

A partir de ese momento solo se podría regresar en vuelos especiales de repatriación, vía consulado y en Aerolíneas Argentinas. Muchos compatriotas que no habían conseguido viajar hasta ese lunes, rastreaban pasajes en vuelos hacia aeropuertos de Brasil o Uruguay, dos países que mantenían abiertos los flujos aéreos con Europa, que se convertían en alternativas más cercanas para intentar un regreso a casa. El aeropuerto de Asunción ya no era opción, pues el gobierno paraguayo había decretado el cierre de fronteras. 

España se había convertido en pocos días en el segundo país de Europa, detrás de Italia, con más contagiados por el coronavirus. La noticia era que alcanzaba los 10.000 infectados aquel fin de semana. Una cifra que resuena como eco lejano e increíble cuando hoy, a fines de abril, ya son más de 200.000 contagiados y 20.000 fallecidos

Cuando subimos al avión observé que la señora alterada estaba sentada en primera fila, bamboleó sus ojos, pero traté de no mirar, caminé rápidamente hasta la fila K, más allá de la mitad de la nave. Tuve fortuna, pues mi asiento contaba con un pasillo al frente que me permitía estirar las piernas a placer y levantarme a caminar durante el viaje. La cena fue un risotto exquisito y pude dar una segunda ronda de vino rioja. Lo único que comenzó a alterarme era una voz que escuchaba detrás mío. Un hombre de grave frecuencia, poco discreta, que ensalzaba a Mario Vargas Llosa y sostenía que los argentinos no supimos entender a Macri. Sin embargo, contaba que él se había ido del país estos cuatro años a vivir a Madrid. Me fui con una populista y vuelvo con otro populista, decía y se reía fuerte. No entendí si tenía otro interlocutor o hablaba solo para que todos lo escucháramos. Consiguió que, por un segundo, añorara a la señora de ojos bamboleantes. Terminé mi vino y, para anular aquella molesta voz de atrás, compré unos auriculares de tres euros a la azafata y seleccioné en el catálogo del avión un concierto de Miles Davis. 

Tal vez aflojaba todo el estrés acumulado por la tensión del viaje. Me había asentado bien la segunda vuelta del vino rioja. Me sentí mejorado de mi garganta y se me disolvió el dolor de espaldas, la tos no volvió a molestar, tampoco el tipo de atrás. Me calcé los auriculares y me dejé abrazar por el sonido balsámico de aquella banda. Era un concierto en el Festival de New Port de 1958. La envolvente trompeta de Miles sonaba suave y rabiosa, sostenida en su vuelo por el swing del baterista Jimmy Coob, el contrabajo de Paul Chambers, Bill Evans en el piano y John Coltrain junto a Julian Cannonball Adderley en los saxos. Nada podía fallar. Me fui relajando con los acordes de Bye Bye Blackbird y calculo que dormí, por lo menos, siete horas corridas.

Bar en el barrio Lavapies. Madrid

¿Surgirán nuevas oportunidades para las utopías? ¿Tendremos un planeta más justo? Eran preguntas que aún no tenían respuesta. Por un lado, el mundo ofrecía escenas inimaginables, como el Papa rezando el Ángelus en privado y bendiciendo desde el balcón a una plaza de San Pedro vacía. Noticias como la de los norteamericanos, que salen a prepararse para enfrentar al Covid-19 de una manera extraña. Lo hacen agotando los stocks de las armerías antes que los de las farmacias. ¿Estarán pensando encontrarse cara a cara con el virus y fulminarlo a tiros, como en el lejano oeste?, ¿La esperanza americana seguirá siendo la majadería? También lo que ocurre en Brasil, con un presidente prepotente, bruto y autoritario que aparenta más peligrosidad que el propio virus. Imágenes que solo dan lugar al pesimismo. Mucha gente alienada en países poderosos, manejados por psicópatas como un Donald Trump o el brasilero Bolsonaro. Tipos de los que Vargas Llosa no habla preocupado, pero que pueden conducir hacia sistemas autoritarios y represivos desde lo social, abonado con recetas económicas de las impiadosas escuelas neoliberales pueden arruinarnos aún más. Sin dudas, algunos apuestan al éxito de las fábricas monopólicas comunicacionales, creando mentes de esclavos que festejan al amo.

Desperté y vi que ya había amanecido. Me levanté y caminé hacia el fondo del avión por un vaso de agua. El capitán anunció que comenzaba las maniobras de descenso, mientras las azafatas nos repartían una hoja de una declaración jurada para asentar datos y avisar si presentábamos o no síntomas de un posible contagio. En mi corta caminata de regreso percibí que mucha gente tosía detrás de sus barbijos 

-¿Qué hay que poner?preguntó el hombre que viajaba detrás, con la hoja en la mano y un reloj caro en su muñeca.

-La verdad. Le dije, mientras me sentaba en mi asiento. El tipo me miró serio y desconfiado.

Bajamos. Cada uno iba con su declaración jurada en mano. Dos médicos y un auxiliar medían la temperatura a cada pasajero, aunque algunos pasaban apurados e impacientes. Fui uno de los pocos, según me dijo la doctora, que había declarado síntomas, cosa que me extrañó. Me pidió que esperara a un costado y que los acompañara a una sala aparte para una observación más detallada. La señora de los ojos bamboleantes pasó delante mío muy apresurada, esta vez sin mirar a nadie.

Una vez en la sala corroboraron que no tenía fiebre. Esperamos a que llegara un segundo médico que me revisó la garganta. Pidieron que esperara allí 45 minutos. Luego volvieron para medir mi temperatura corporal. No registraba variaciones. Me dieron una serie de recomendaciones, me entregaron dos barbijos nuevos y me informaron que lo de mi garganta podían ser placas, aún incipientes, por lo cual, tomando recaudos, me autorizaron a seguir viaje a Resistencia. Me recomendaron que al llegar tomara contacto con las autoridades de Salud Pública y que cumpliera el aislamiento social durante 14 días. 

Cuando llegamos a Resistencia pedí que nos dejaran un vehículo en el estacionamiento, para evitar contacto directo con otras personas. A las 22:30 horas de aquel 17 de marzo entré a mi habitación para permanecer aislado hasta hoy día. La mañana siguiente trabajadores de Salud Pública vinieran a tomar las muestras para mi primer hisopado.

Habían transcurrido tan solo diez días desde que partimos del Chaco. Sin embargo, daba la sensación de un regreso a otro tiempo. Los ecos del futuro nos llegan cargados de una rara sospecha de que el mundo ya no sería el mismo. Aterrizamos en un cosmos cuyos motores comenzaban a detenerse. Con la esperanza del renacimiento verde y el pesimismo de un nuevo virus y su vertiginosa incertidumbre. 


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