Balada para un amor irracional

Por el


Por Darío Ruido*

Un amigo tuvo el gesto de pedir en mi nombre un precinto para ir a ver a Cristina. Creo en el poder rotundo de los gestos. Así que con su gesto ya me alcanzaba. Pero a los dos minutos me confirmó que tenía el salvoconducto. Tuve que ir a buscarlo al departamento de mi Senadora favorita, la que no se limpia la mejilla cuando la besás. Su asistente, que es una ternura, me mostró la pulsera, azul, y me advirtió “mirá que es el mejor de los sectores, así que no falles, te lo da por lo que escribiste alguna vez sobre Cristina”. Me despedí. Antes de cerrar la puerta dijo “que copado tu peinado”, me habré sonrojado, lo importante es que había aliviado el peso de un trauma a esta edad, la indocilidad del pelo.
Volví a casa con el corazón en la boca. Empecé a ponerme nervioso. Más que nervioso ansioso, como si se tratara de una primera cita. Nadie de la familia tenía precinto, se pusieron a bardear con que eso era “sólo para chetos” y que ellos irían a la popular como siempre, a bancar los trapos. Todo me entró por un oído y me salió por el otro, porque la verdad es que a esta altura de los acontecimientos yo me lo merezco, me merezco todo lo que me pasa, lo bueno y lo malo, aunque van a decir que soy un meritócrata. Que la sigan mamando. La tienen adentro.
A la entrada encontré a mi Senadora favorita y la abracé y le di besos que ella no se limpió. Estaba rodeada de mujeres entusiasmadas y que no paraban de sonreír y contagiar. Ingresamos de a poco, yo estaba solo. Me acomodaron bien adelante y al lado de una pareja que no conocía. Aunque después me di cuenta de que ella sí era conocida mía, nos sacamos una selfie y se la mandamos a un amigo en común que justificó su ausencia en una diarrea imparable.
La conocida es periodista y los dos dijimos que inevitablemente, lloraríamos. Me convidó alcohol en gel para las manos porque mi tos era sospechosa, quizá tuviese Gripe A, pensó. Enseguida entró Cristina y todo lo demás pasó a un segundo plano. Lloramos. Cantamos. Gritamos nuestro amor. Salimos, volvimos recargados. En la radio alguien decía que tenemos que hacer la autocrítica. ¿De nuevo nosotros? ¿Por qué? Nosotros siempre estuvimos en el mismo lugar, no nos movimos, a pesar de las derrotas, de la muerte, de los juicios viciados y de las humillaciones que Ella debió soportar. Me siento parte de esa estructura de almas que la sostiene. De los niños que lloran y la abrazan, de los viejos que se emocionan cuando la ven. Otros son los que van y vienen, los que hace un rato hablaron pestes y ahora necesitan su nombre. Quieren precintos, dicen que los discriminaron, los mismos que llenan el partido de patovicas o esconden las urnas. Como respuesta a todo, una viejita gritó “ya volvió Cristina carajo” y le metió un sapucay atronador. 
Cristina es Cristina, aunque también nosotros somos Ella, un poco su cuerpo, su voluntad, su angustia, los cristales rotos, Néstor, su hija, las paredes destrozadas de su departamento. Nos pertenece, es el sujeto político amoroso que nos conduce y al cual le debemos los mejores años de nuestras vidas. ¿Qué autocrítica deberíamos hacer? Somos, en todo caso, las víctimas de una estafa electoral, de la mentira flagrante, de las políticas violentas que instalan el hambre, la tristeza, la incertidumbre, la muerte, la inseguridad. Qué nos vamos a replantear. Dicen que mis compañeros tienen malos modales, que son bárbaros e incorregibles. Que abuchean. Podríamos mejorar, pedir disculpas si nos devolvieran el pasado en el que nadie sospechaba que una noche tendrían que explicarles a sus hijos que no había nada para comer.

*Escritor

Foto: Jorge Tello

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